Si la memoria no me falla tenía 10 años. Era verano y esperaba ansiosa rondando por el salón de mi casa la hora de ir a la playa. Todavía vivíamos en un piso en el centro de Vilagarcía de Arousa, en Galicia, cuando me asomé, por el marco de la puerta, a la habitación de mi hermano. Por aquel entonces él vivía en su pubertad y cualquier intromisión en su intimidad me costaba, cuando menos, una invitación grosera a irme de su habitación. Comprobé entonces que no estaba, y entré a hurtadillas en el cuarto. Recuerdo perfectamente la posición de los muebles, y las estanterías verde oliva y crema alineadas a un lado de la pared. Allí estaban los cuentos, los libros, los cómics y alguna que otra grúa y coche de carreras. La vista no me alcanzaba a leer todos los títulos: Los escarabajos vuelan al atardecer, O vello que quería velo tren, Rue del Percebe, Super López, cuando Hitler robó el conejo rosa, Manolito Gafotas... El Camino...
Allí estaba. No dudé en apoderarme del libro y leer las primeras páginas. Sonó el timbre. ¡Me iba a la playa! Así que deje el libro sobre mi almohada y esa noche empecé a leerlo. Todavía hoy si cierro los ojos y me concentro consigo sentir el tacto de aquellas sábanas de rayas en tonos pastel sobre mi piel caliente, el olor a crema para después del sol que mamá se empeñaba en ponerme, los pájaros piando a través del cristal de mi cuarto, el crujir de la llave en el picaporte que indicaba que mi padre había llegado a casa...
Es entonces cuando siento esa nostalgia de mi niñez que Delibes consigue cuando vuelves a leer El Camino y ya no eres una niña. Daniel, el Mochuelo, el Tiñoso y el Boñiga me sumergieron en sus historias. Y dejándome llevar por mi fantasía ese verano no lo pasé como siempre, entre la costa y la montaña gallega. Me fui a Molledo, en el Valle de Iguña. La vida de pueblo, auténtica y efímera, despertó en mí un ansia de viaje. La abuela cociendo pan en el horno de leña y el abuelo con carretilla....Yo sólo soñaba con un huerto plagada de colores, olores y sonidos. Y es que Delibes no hacía sino mostrarme la panorámica de un paisaje del norte.
Tengo la certeza de que alguna vez me tumbaré en la cama y todos los recuerdos de aquel viaje que tuve de niña se tumbaran junto a mí en una noche en vela. Una de esas noches que sólo puede romper el canto del gallo que escuchaba cuando era niña y dormía en casa de la abuela.
Allí estaba. No dudé en apoderarme del libro y leer las primeras páginas. Sonó el timbre. ¡Me iba a la playa! Así que deje el libro sobre mi almohada y esa noche empecé a leerlo. Todavía hoy si cierro los ojos y me concentro consigo sentir el tacto de aquellas sábanas de rayas en tonos pastel sobre mi piel caliente, el olor a crema para después del sol que mamá se empeñaba en ponerme, los pájaros piando a través del cristal de mi cuarto, el crujir de la llave en el picaporte que indicaba que mi padre había llegado a casa...
Es entonces cuando siento esa nostalgia de mi niñez que Delibes consigue cuando vuelves a leer El Camino y ya no eres una niña. Daniel, el Mochuelo, el Tiñoso y el Boñiga me sumergieron en sus historias. Y dejándome llevar por mi fantasía ese verano no lo pasé como siempre, entre la costa y la montaña gallega. Me fui a Molledo, en el Valle de Iguña. La vida de pueblo, auténtica y efímera, despertó en mí un ansia de viaje. La abuela cociendo pan en el horno de leña y el abuelo con carretilla....Yo sólo soñaba con un huerto plagada de colores, olores y sonidos. Y es que Delibes no hacía sino mostrarme la panorámica de un paisaje del norte.
Tengo la certeza de que alguna vez me tumbaré en la cama y todos los recuerdos de aquel viaje que tuve de niña se tumbaran junto a mí en una noche en vela. Una de esas noches que sólo puede romper el canto del gallo que escuchaba cuando era niña y dormía en casa de la abuela.
Siempre le estaré agradecido a Sanmartín que me obligase a leer este libro.
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