Un día en Edimburgo

Había sido un día peculiar, quizá duro. Una vez más, luchando contra el poder del sueño me encontré sola, y sin compañía, en un largo camino que debiera ser común. Le siguió una mañana de trabajo prolongado, pero, contra todo pronóstico (soy de esa clase de personas a la que la falta de sueño les sienta muy mal) se fundió en una tarde alegre.

Luego todo volvería a torcerse..

Sin desayuno ni comida, dos cafés y un par de pintas regresé a Dionika (mi lugar de trabajo) para recoger mi nueva adquisición, tan difícil de conseguir como triste el camino a ella: mi bicicleta. Entonces, tras la barra, me topé de frente con la perturbación hecha persona a modo de compañero de trabajo. Valió tan sólo una hora para que me encontrara, con la sangre hirviendo y las piernas flaqueando, en la oficina del patrón. En clave de locura incompatible con el ambiente de trabajo, el destino quiso separarme de tan iracundo como alegre ser natural, que no normal, dándome a mi la estancia.

Respiré hondo. No quería llorar...

Regresé a mi casa directa al descanso con la seguridad de haber sido honesta. Y sin poder dormir una noche más, una pesadilla agonizante apareció en mi pantalla cerebral. Era él, un hombre bajo, ancho, y de poco pelo. Véase un calvo de ojos verde manzanilla, dientes diminutos y sonrisa cínica, burlesca y facilona. De expresión difícil y camaleónica vestía la camisa magenta de siempre. Un portento en la maestría de dar salida a los problemas y desnudar la psique emocional de quien le rodea. Corrosivamente mordaz

Rifle en mano abrió cual zarpazo la puerta de Dionika y me apunto con visor y mirada. Sus ojos, inyectados en cólera, me ofrecían venganza con gesto orgulloso.

Entonces me desperté. Y no pudiendo conciliar el sueño ni tampoco dar vueltas en la cama, me fui al sofá con ánimo narcótico.

Durante el tiempo de letargo retumbaba en mis oídos la misma frase: "vive, y deja vivir"