jueves, 8 de abril de 2010

Una vez estuve en Terschelling

El día era gris y el sol luchaba con las nubes por dejarse ver durante las primeras horas de la mañana. Los prados, lisos y verdes, se dibujaban a nuestra derecha. Las montañas se imponían firmes, no muy altas a la izquierda. Acabábamos de llegar a Terschelling, la más conocida de las Islas Frisias. El plural va dedicado a Rod, Carlos y Camino, compañeros de viaje, hoy amigos.

Hace ya cinco años que nos subimos a un tren en Tilburg (Holanda), donde vivíamos, con destino Harlingen. Desde allí partimos en barco a Terschelling. Y a pesar de que ya estábamos en el mes de abril, la primavera todavía no se había dejado notar por esta parte de Europa... si acaso algún rayo de sol nos había mimado al caer la mañana. A nosotros, después de cuatro meses viviendo en el sur de Holanda desafiando a cada pedalada la nieve de la mañana, cualquier idea junto al mar nos parecía buena. Sin embargo, a nuestra llegada a Terschelling el Mar del Norte parecía estar helado..


Desconocidas para la mayoría las islas Frisias tienen mucho encanto. Al menos Terschelling, que con sus treinta kilómetros de playa tiene fama de ser la más ambientada de toda la cadena de islas, e islotes, que transcurren paralelos a la costa occidental de Europa, desde el norte de Holanda hasta el suroeste de Dinamarca pasando por Alemania. Pena que nosotros no llegáramos en verano que, al parecer, es cuando esto ocurre y los turistas de los tres países clavan silla en sus playas.


Así es que durante cuatro días pedaleamos la isla, jugamos con la arena y saboreamos el mar. Honestamente no había mucho que hacer. Estoy segura de que allí sólo estábamos nosotros, además, claro, de algún isleño de pelo blanco y piel curtida que no mostraba esfuerzo alguno cuando pedaleaba colina arriba. Me parecía admirable cómo a ciertas edades hay gente que, dada la costumbre, conserva su física impecable.
El viento soplaba fuerte en Terschelling y a mí si me costaba subir las colinas. Una vez arriba la vista se hacía infinita, fundiéndose el horizonte en el mar o quizá el mar en el horizonte. Ya no sé...Ambos eran inmensos, y juntos cuadraban una perfecta escala tritonal.

Una, que ha nacido próxima al mar, recobra fuerzas al volver a él, y para mi el viaje a aquella isla había sido una inyección vital y necesaria al periplo que estaba viviendo.


Como ya he dicho líneas arriba Terschelling estaba vacia. Entre dunas y caminos encontramos el más cian de los mares...un azul helado, como el Prusia de Hokusai, que nos dejó mecer tímidamente los pies entre la arena de sus orillas. Recuerdo esa sensación, como la de cada comienzo de verano (o primavera) cuando las plantas de los pies reconocen el tacto con la arena. Esa especie de molesta satisfacción.



Respiramos aire puro y disfrutamos de las dunas, playas vírgenes y bosques. En Terschelling también había mucha fauna: caballos, ovejas, conejos, cabras, y cientos de aves...muchas aves (odio las aves). Descubrimos un lugar tranquilo y acogedor, una especie de museo de coleccionista temática Elvis Presley, que da forma a un bar a pie de playa. Ese mes de verano en el que la isla cobra vida sin duda será el edén del rock & roll para el turista centroeuropeo


Hoy me acuerdo de Terschelling porque allí hubo un comienzo. Fue el comienzo de un viaje que permanece en el tiempo. O quizá debería llamarlo continuidad... Quien lo haya vivido bien sabe que la experiencia Erasmus es imborrable...auténtica, única...y que su recuerdo y esencia permanecerán para siempre inmortales en nuestros sentidos.


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